miércoles, 1 de agosto de 2007

Jane Austen: Orgullo y prejuicio

Suele considerarse Orgullo y Prejuicio como una novela romántica sin más, al menos esa era la idea que tenía yo de ella antes de leerla y la que, por lo general, se me había transmitido. Me daba repelús abordarla, para qué negarlo. Parejitas felices bajo un cálido sol de primavera, interminables cloqueos gallináceos acerca de las más absurdas banalidades, otro libro, en fin, en busca de la Mayor Historia de Amor Jamás Contada. Eso es lo que me veía caer encima, que no es poco.

Pero no. Bueno, no tanto. Orgullo y Prejuicio es una novela romántica, sí, pero no cae en los clichés de la pasión furibunda y desesperada ni en el lagrimeo artificioso de otros títulos que no mencionaré, no vaya a ser que os dé por leerlos. Estamos ante una novela que habla más de matrimonio que de enamoramientos, que critica la estupidez y la frivolidad y, de paso, ofrece una ajustada descripción de las convenciones, rituales y comportamiento social de la época en la que está situada (principios del siglo XVIII).

La historia se centra en dos de las cinco hermanas Bennet, especialmente la relación que tienen Lizzy, la segunda de ellas, y el señor Darcy; una relación marcada por los malentendidos iniciales y la vergüenza que la pobre muchacha tiene que sobrellevar debido a la charlatana su madre y la descocada de su hermana menor. Marcado por unos diálogos llenos de mordacidad que aún hoy conservan buena parte de su fuerza, los choques entre la pareja principal destilan grandes dosis de ironía, especialmente por parte de una Lizzy que lleva su independencia por bandera, llegando a declinar dos propuestas de matrimonio teóricamente irrechazables.

Es probable que de la lectura de Orgullo y Prejuicio se extraiga también una crítica a esa sociedad anacrónica en que las mujeres se ven obligadas a casarse si no quieren convertirse en una carga para su familia, pero a mí no me pareció que esa fuera la intención de Austen. Ella no se posiciona a favor ni en contra de esos convencionalismos, sino que los describe tal como eran, para bien o para mal; de hecho, de su biografía se desprende que los aceptaba sin demasiados problemas. Lo que sí critica, como ya he dicho, es el comportamiento descerebrado de las chicas empeñadas en flirtear hasta con el gato del vecino. Otra cosa es que, desde nuestro punto de vista, extraigamos las conclusiones que nos dé la gana.

Quizá no gusten mucho los temas de los que trata Orgullo y Prejuicio, aunque éstos se sitúen más cerca al realismo de lo que la etiqueta de “novela romántica” deja entrever. Pero lo que no puede negársele es su indudable calidad literaria y un excelente manejo de los personajes. Yo empecé este libro por obligación, y lo terminé por placer. Vosotros mismos.

domingo, 29 de julio de 2007

Gabriel García Márquez: Crónica de una muerte anunciada

Santiago Nasar muere. Lo digo así, en presente y del modo más impersonal posible, porque a pesar de que el hecho en sí es irrevocable uno no sabe muy bien si decir que se trata de algo que sucedió hace mucho tiempo, o ayer mismo, o si el asesinato está aún por cometerse. La historia avanza, retrocede, se bifurca y salta de una rama a otra: nunca permanece estática. Porque los sucesos que marcan una vida, como le ocurre al cronista de este libro, son perennes hasta el punto de alargarse infinitamente.

Decíamos, pues, que Santiago Nasar ha muerto. Esto lo sabemos desde la primera frase, en esto se reúne todo el libro. Una afrenta de honor obliga a los hermanos Vicario, amigos del propio Santiago, a darle muerte tras saberse que la hermana de éstos no ha podido contraer matrimonio por no ser ya virgen. Es curioso que sea precisamente Santiago Nasar el señalado por Ángela como el culpable de semejante ultraje, precisamente él, a quien nunca se le ha visto interesado por ella ni triste a causa de su matrimonio: acaso sea mentira y haya sido escogido por la simple razón de que la amistad entre sus hermanos y él evite el derramamiento de sangre, quedando de este modo libres de castigo tanto el inocente como el culpable. Cosa que, por supuesto, no ocurre. Los hermanos Vicario están resueltos a vengar la afrenta a pesar de que tratan por todos los medios que alguien se lo impida, a pesar de que todo el mundo sabe ya lo que está por acontecer.

Pero se dan en esta historia una serie de contingencias ligadas a la fatalidad que terminan por permitir la muerte de Santiago, un cúmulo de despropósitos por parte del mundo entero que provocan una catástrofe a la que nadie daba crédito. Unos observan la historia sin entrometerse, al principio incrédulos y atónitos al final; otros intervienen, pero su voluntad de evitar la tragedia es siempre ligeramente inferior a lo necesario; y otros, indecisos entre su deseo de ver morir a Santiago y su bondad inherente, no saben en qué bando colocarse y terminan actuando a medias. Crónica de una muerte anunciada nunca debería haberse escrito (no hablo en el plano real, por supuesto), y sin embargo la providencia lo desea con tal fuerza que el hecho se consuma inevitablemente.

A lo largo de la obra, Gabriel García Márquez juega con el tiempo y los personajes, salta de una persona a otra, de un momento a su opuesto con una ligereza asombrosa, ejerciendo de guía invisible en un laberinto plagado de maravillas. La técnica narrativa del colombiano asombra a todo lector por la vida que desprende, convirtiendo un mito en un ajustado retrato de la vida rural en el trópico latino y viceversa, de modo que uno no sabe si lo que tiene entre manos es leyenda o periodismo, realidad, fantasía o simplemente magia (aunque no hay aquí magia propiamente dicha, no como en, por ejemplo, Cien años de soledad; la magia a la que me refiero es la de las palabras, que conceden vida y sustancia a la imaginación.)

Hablando de Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada es, a mi modo de ver, su contrapunto realista, el otro extremo del péndulo, una historia que podría no haber encajado en el primer libro pero que le pertenece por mucho que reclame un espacio propio. Es difícil separarlas, comprender del todo una sin haber conocido la que opino que es su fuente, su cordón umbilical, convirtiéndose ambas en lecturas absolutamente obligadas para cualquier lector, asiduo o no, que desee recuperar o ensanchar su capacidad de maravillarse.

viernes, 27 de julio de 2007

A una sola calle de aquí...



Bonita, ¿verdad? Está a escasos cincuenta metros de mi casa, y está abandonada. Todos los días la veo de camino a mi trabajo y pienso que es una pena esto de la vida moderna. Hace años, la casa estaría envuelta en un aura de misterio, y la gente contaría leyendas de fantasmas de sábana blanca y cadenas en los tobillos; o, al menos, yo las inventaría. Hoy, han tenido que vallarla para que los vagabundos y gamberros no la arruinen más de lo que está.

En fin, cosas de la vida, supongo.

domingo, 22 de julio de 2007

Iain Pears: El sueño de Escipión

Tres historias se entrelazan o, mejor dicho, discurren de forma bastante paralela en El sueño de Escipión. Por orden cronológico, la primera está protagonizada por Manlio Hipómanes, un noble erudito que ve en el obispado la única fuente de la que puede extraer el poder necesario para ser capaz de postergar la caída de las tierras de Provenza a manos de los bárbaros que azotan el declive del imperio romano. En la segunda, Olivier de Noyen se ve envuelto, en medio de las sacudidas de la peste negra en Europa, en una trama orquestada por el cardenal Ceccani para llevar el papado a Roma de nuevo tras una estancia demasiado larga (para él) en Aviñon. Julien Barneuve, por último, se enfrenta a los peores momentos de la Francia ocupada durante la segunda guerra mundial

A falta de un elemento definido que hilvane las historias (el texto de Cicerón que da título al libro es más una excusa que un verdadero enlace), vemos cómo poco a poco se forjan entre éstas uniones circunstanciales, no demasiado sólidas pero sí lo suficientemente claras como para mantener cierta cohesión a lo largo de la novela. Los tres viven en Provenza, los tres se descubren a sí mismos con un poder inesperado entre las manos. Los tres hombres están enamorados, cada uno a su modo: Manlio responde al arquetipo de Storge, y ve en Sofía una compañera y maestra más que una amante; Olivier vive un amor apasionado contra el que él mismo es incapaz de luchar; y Julien se desvive en un punto intermedio, algo así como una media aritmética entre los dos. Así las cosas, estas conexiones implícitas y la excelente fluidez narrativa con la que vamos cambiando de siglos y épocas sostienen una novela que a ratos se hace pesada por la ausencia de un destino, de un objetivo clarificado. Una pena esto último, porque vemos cómo una novela estupendamente cimentada va perdiendo fuelle a medida que ascendemos los pisos que la componen, y solamente alza el vuelo de nuevo cuando comenzamos a vislumbrar el final.

No he sido del todo correcto cuando he dicho que al libro le falta un nexo de unión verdadero entre las historias, un crisol que pruebe que son hijas de los mismos padres. Sí lo hay, lo que pasa es que éste pasa desapercibido la mayor parte del tiempo, emergiendo hacia el final en las tres historias: se trata del “problema judío”, si bien las reacciones al asunto por parte de los personajes es diametralmente opuesta. A Julien se la traen al pairo los nazis, solamente quiere salvar a Julia a toda costa; Olivier, que ha recibido las enseñanzas de un sabio judío, hace lo que puede para frenar la represión que sufren por parte de quienes les culpan de esparcir la peste; y Manlio los arroja a los leones (figuradamente) en un acto maquiavélico que ha de costarle el amor de Sofía. Sea como fuere, las tres historias convergen hacia ese punto, el genocidio judío, y terminan simplificándose demasiado para mi gusto. Atrás quedan Cicerón y la filosofía neoplatónica, las invasiones bárbaras, la peste, las intrigas eclesiásticas de los últimos días de la era clásica y durante la edad media, los dilemas morales entre el colaboracionismo y la resistencia a los que se enfrenta el funcionariado de la Francia ocupada, atrás queda todo, oscurecido por la larga sombra de los sucesivos intentos de exterminio judío. No es que eso esté mal, por supuesto. Solamente digo que no debería haberse minimizado tanto todo lo demás.

No me queda mucho por decir, salvo hacer una reflexión. “La mejor novela histórica de misterio jamás escrita”, así reza la portada de El sueño de Escipión. Una afirmación ambiciosa, sin duda. Nunca he sido un gran lector de novela histórica y apenas conozco unos pocos títulos con los que pueda comparar, pero justo después de leer tan valiente afirmación me vino a la cabeza El nombre de la rosa y me pregunté si esta novela podría estar realmente a su altura. La respuesta, lo siento, es que no. La frasecita, otra vez, es una jugarreta por parte de los editores, empeñados en elevar todo lo que publican a los altares de la literatura utilizando una técnica de ligoteo paralela al triste “eres la chica más guapa que he visto en mi vida”. Parece que el mundo entero se ha convencido de que solo la genialidad es plausible y que todo tiene que ser una obra maestra, o venderse como tal, para ser capaz de sostenerse en pie. El sueño de Escipión es un libro notable, incluso me atrevería a decir que de lectura obligada, pero no una obra maestra. Tiene defectos, y le sigue faltando ese punto de genialidad que distingue a los clásicos de un género. A ver si alguien, de una vez, empieza a atreverse a llamar las cosas por su nombre.

lunes, 16 de julio de 2007

Mary Higgins Clark: El secreto de la noche

Voy a publicar un anuncio en el periódico. No, no, mejor aún: un titular a seis columnas. Bien grande, como si de un hito del periodismo se tratara, tan importante como un pezón de la Britney Spears o un nuevo hijo ilegítimo de Julio Iglesias. Sí señor. Y el titular dirá: se regalan cuatro libros de Mary Higgins Clark. Y debajo, en negrita, añadiré que tres están sin leer (gracias a Dios), mientras el otro tiene pequeñas incrustaciones de pintura debido a que fue arrojado reiterada y alevosamente contra la pared de mi habitación.

Desconozco quién fue la lumbrera que calificó a esta autora de reina del suspense; supongo que alguien que entiende el suspense de alta alcurnia como esas películas “basadas en hechos reales” que dan los fines de semana por la tarde en la tele y cuya aparición estelar es esa chica tan mona que hacía de Brenda en Sensación de Vivir. Porque, señoras y señores, este libro es simple y llanamente infumable. Y, aún a riesgo de que mi afirmación suene precaria tras leer una sola novela, diré sin tapujos que la autora también lo es.

Dejad que me explique. Empezamos por la traducción antológica del título (y van dos seguidas): Daddy’s little girl pasa a llamarse El secreto de la noche, uno de esos títulos con resonancias oscuras que no tienen absolutamente nada que ver con el contenido del libro y cuyo significado viene a ser como aquello de ¿a qué huelen las nubes? Aunque, esto también es cierto, tampoco es que el título original sea como para echar cohetes ante el alarde de ingenio de la autora.

En fin; tras sobreponernos a tan explícito título, comenzamos a leer. Resulta que la primera parte del libro, que nos pone en antecedentes y mide unas 20 páginas, está escrita en tercera persona, mientras el resto está narrado desde la perspectiva de la protagonista. ¿Incapacidad por parte de la autora, o es que yo soy muy malpensado? Por otro lado, ¿a alguien le parece normal que un libro esté compuesto por una primera parte de veinte páginas y una segunda (y última) de doscientas y pico? ¿No es más bien un prólogo o un capítulo introductorio? No sé, quizá es que yo soy muy quisquilloso, pero es que no le veo el sentido por ninguna parte. Aunque, claro, viniendo de la reina del suspense...

A todo esto nos encontramos con Ellie, un personaje plano y estereotipado como pocos, víctima del clásico síndrome de “mujer guapa que no tiene novios(s) porque se recluye en su trabajo debido a un trauma infantil que aún no ha superado”. Dicho trauma es la muerte de su hermana mayor cuando Ellie contaba doce primaveras a manos de un chico sádico y muy pero que muy malo, que fue encerrado en prisión después de que Ellie testificara contra él en el juicio. De eso hace veintidós años. En la actualidad, Rob Westerfield, que así es como se llama el mozo, está a punto de ser liberado de prisión tras su condena. El objetivo de nuestra heroína a lo largo del libro será el de impedir por todos los medios que un hombre tan malo como él quede en libertad, porque no puede ser, un chico malo es un chico malo y, al fin y al cabo, ¿qué son veintidós años de cárcel?

No digo que Rob se hubiera tenido que reformar por fuerza, sino que la protagonista de la historia ni siquiera se lo plantea. No hay en todo el libro un solo momento en el que Ellie vacile, en el que haya una mínima lucha interna entre el rencor que siente y el deseo de perdonar y tratar de olvidar lo sucedido. En lugar de eso, Higgins Clark nos muestra detalladamente y sin afectación ninguna cómo Ellie se dedica alegremente a dar vueltas y más vueltas al mismo asunto, buscando alfombras que levantar para que reluzcan todas las miserias pasadas de Rob en demostración de lo que es un comportamiento obsesivo más que de sentido de la justicia. En mi opinión, tal descuido por parte de una autora con tanto bagaje solo puede haber sido fruto de la ineptitud, como si hubiera llegado a la conclusión de que, puesto que no sabía hacerlo o le daba pereza, se limitó a pasarlo completamente por alto. Imperdonable.

Por supuesto, al final resulta que Ellie estaba en lo cierto: Rob sigue siendo malísimo y más de veinte años en la cárcel no le han hecho cambiar ni un ápice (lo cual es muy creíble, claro.) Se produce la inevitable lucha final, cutre, histriónica y deslavazada, y en el último momento el heroico policía de turno salva a la chica en apuros. ¿Acaso esperabais otra cosa? Por el camino nos hemos topado con un par de cortas escenas de lo que podría llamarse suspense, no más, y que no son sino un triste ejemplo de vuelo gallináceo por parte de la autora, un intento fútil de atrapar la atención de un lector al que ha despreciado desde la primera página.

Mary Higgins Clark ha publicado en su vida más de treinta novelas. No sé si ha perdido el duende a la hora de escribir, o si en realidad nunca lo tuvo; más bien, visto lo visto, me inclino tristemente por lo segundo, y me pregunto cuántas horas habrá hecho perder a millones de lectores en todo el mundo. Por mi parte, no pienso comprobarlo ni en sueños: tengo cosas mejores en las que malgastar la vida. Si alguien quiere cuatro libros para apoyar la pata coja de una mesa o le falta leña en la chimenea, que me lo diga.

miércoles, 11 de julio de 2007

Don Diplomado

Sigo pendiente de los resultados del examen del Certificate in Advanced English para completar los créditos de libre elección que me faltan, pero, al margen de eso, puedo anunciar solemnemente (toque de trompetas, por favor) que ya he terminado la carrera. Desde ya, soy Diplomado en Óptica y Optometría.

Por fin.

Cinco años me ha costado, dos más de lo que debería; y aún he tenido suerte. Como no podía ser de otro modo, mi tendencia al funambulismo me ha llevado a tener que esperar al último momento del último día para saber si terminaría la carrera o no. El último paso sobre el alambre ha sido arduo, lo he dado entre incontenibles temblores y esta vez no había red debajo. En este sentido, y sin entrar en detalles, le debo la vida a un par de profesoras: desde aquí, y pese a que nunca van a leer esto, mi reconocimiento y gratitud por su bondad y su comprensión.

No voy a caer en el cinismo de alabar ahora mi universidad: tiene defectos enormes, y los sigo manteniendo. Para empezar, la falta de exámenes en septiembre, que nos deja en una terrible inferioridad frente a los estudiantes de cualquier otro centro. Cualquiera de los que estudiáis o habéis estudiado en la UPC lo sabéis y seguro que estáis de acuerdo. Sin embargo, como sucede con todo lo que dejamos atrás, ahora sus rasgos se me antojan un poco más dulces, más suaves. La escuela sigue teniendo forma de jaula, pero sus paredes ya no me asfixian como lo hacían hace unos días, cuando me veía repitiendo curso por enésima vez. No me atrevo a decir tanto como que añoraré esta universidad, pero tampoco será amargo el recuerdo que guardaré de ella. Porque los centros los hacen personas, y aunque éstas tengan que atenerse a unas reglas a menudo injustas, hay personas en la EUOOT cuyo valor personal es incalculable.

Me refería a profesores, claro. A los compañeros les doy de comer aparte, porque su ración es diferente. He conocido a mucha gente en estos años: la mayoría solamente de vista, con varios he entablado una relación de cordialidad y con unos pocos he forjado una amistad verdadera, de las que no se rompen con una distancia que ojalá no creciera entre nosotros. Es cierto que otros me han defraudado; pero no pienso mencionarlos salvo para arrojar más luz sobre los que no lo han hecho, que la merecen toda y de la más brillante que exista. Un fuerte abrazo para todos ellos, aunque sé que muchos tampoco leerán este post.

Y ahora, ¿qué? Pues aún no lo sé con certeza. Ando pendiente de admisión en un curso sobre gestión y administración de empresas de óptica que me atrae mucho. Aunque sea en Madrid (hala, ya lo he dicho). Si no me admiten quizá busque algo en el extranjero, pese a que lo cierto es que no hay mucho donde elegir. En Bruselas, ciudad en la que me encantaría pasar una temporada, hay algo parecido, pero me temo que se imparte en flamenco (idioma, no música). Ya veremos. Por lo pronto, el próximo día 21 termino mi contrato en el lugar en que trabajo y me tomaré unas inmerecidas vacaciones que probablemente se alarguen durante todo el mes de agosto. Asistiré al curso de creación literaria que Espido Freire da en Teruel y luego me reuniré unos días con los amigos que hice durante mi estancia en Helsinki en Colmar, cerca de Estrasburgo. Qué ganas tengo de verlos a todos otra vez.

¿Y después? No lo sé. Algo surgirá, supongo. Siempre lo hace.

martes, 3 de julio de 2007

Ira Levin: La semilla del Diablo

Supongo que a estas alturas todos conocéis la excelente película del mismo nombre rodada a finales de los 60, con Roman Polanski en la dirección. Si no es así, que sepáis que os estáis perdiendo un referente absoluto en lo que a cine de terror se refiere, y yo que vosotros enmendaría ese error lo antes posible. Bien, pues esta película está basada al pie de la letra (es más bien un calco exacto) en la novela que he tenido estos días entre manos, con el mismo título (ya hablaremos luego de eso) y escrita por Ira Levin.

Pero decir que La semilla del Diablo es la base de una gran película es quedarse corto, muy corto. Esta novela es buena por sí misma, por su calidad narrativa y el miedo que infunde, por sus méritos como precursor y la maestría que demuestra en el arte de mantener la verdad agazapada, apenas visible entre las sombras.

La semilla del Diablo narra la historia de Guy y Rosemary Woodhouse, un joven matrimonio que, gracias a un golpe de ¿suerte?, consigue mudarse a un piso en la vieja casa Bramford. Guy es todavía un actor de segunda fila, tan egocéntrico y seguro de su talento como se puede ser, mientras Rosemary es una joven ingenua, llegada poco tiempo atrás a Nueva York procedente de un pueblo pequeño y renunciando a las raíces profundamente católicas de su familia. Poco después de mudarse, Rosemary queda embarazada tras una noche extraña, y a medida que la gestación avanza se da cuenta de que cosas muy raras están pasando a su alrededor, sobretodo en lo que respecta a sus vecinos y su círculo de amigos, entre los que se incluye su ginecólogo...

A lo largo de la novela, Ira Levin desgrana la historia con un enorme acierto a la hora de contener la información, de sugerir en lugar de mostrar, de modo que la angustia aumenta página a página sin que en ningún momento se sepa del todo qué está pasando. Levin hace de la sutileza su mejor arma: uno siempre se queda con la sensación de que lo importante es lo que no le están contando a Rosemary... y, por extensión, a uno mismo. Hay algo tras el telón de las palabras, algo escondido en la maleza. El problema es que no se puede escrutar para ver qué hay, porque la raíz del asunto está dentro del propio cuerpo de la protagonista.

El embarazo, más aún el primerizo, conlleva un miedo inherente: algo crece en el interior de tu cuerpo, algo que aunque sea íntimo también es desconocido, ajeno a uno mismo. No se sabe si la cosa va bien o mal, si el bebé se está desarrollando con normalidad, si es niño o niña... u otra cosa. La mujer solamente puede estar atenta a las señales de su propio cuerpo y aferrarse a la esperanza; y estos son los miedos que invoca el autor en el libro, porque el miedo siempre surge de lo ignoto, y alojar lo desconocido dentro uno mismo tiene que ser por fuerza el peor de los miedos. ¿No? Bueno, no sé, a ver si alguna fémina se anima a corroborarlo (o desmentirlo) en algún comentario, porque yo de esto no entiendo.

Por lo demás, destacar dos últimas cosas sobre este libro. Lo primero es el título, una cuestión sencillamente indignante. Jamás he visto a un traductor meter tanto la pata como el genio (no sé quién sería, supongo que debe andar escondido debajo de las piedras) que tradujo Rosemary’s baby por La semilla del Diablo. Menuda forma de cargarse un final antes de empezar. Lo otro, y por hacer justicia y no acabar la reseña de este gran libro de mal humor, es decir que esta obra forma, junto a El exorcista y La profecía, la santísima trinidad (sí, es una contraposición hecha a posta) de las historias de terror centradas en la figura del diablo; de estas dos, El exorcista es la novela de terror moderno que más miedo me ha hecho pasar nunca. Tan imprescindible, o incluso más, que La semilla del diablo (sic.) Os lo dice un ateo irredento.

Que Dios os coja confesados.