miércoles, 1 de agosto de 2007

Jane Austen: Orgullo y prejuicio

Suele considerarse Orgullo y Prejuicio como una novela romántica sin más, al menos esa era la idea que tenía yo de ella antes de leerla y la que, por lo general, se me había transmitido. Me daba repelús abordarla, para qué negarlo. Parejitas felices bajo un cálido sol de primavera, interminables cloqueos gallináceos acerca de las más absurdas banalidades, otro libro, en fin, en busca de la Mayor Historia de Amor Jamás Contada. Eso es lo que me veía caer encima, que no es poco.

Pero no. Bueno, no tanto. Orgullo y Prejuicio es una novela romántica, sí, pero no cae en los clichés de la pasión furibunda y desesperada ni en el lagrimeo artificioso de otros títulos que no mencionaré, no vaya a ser que os dé por leerlos. Estamos ante una novela que habla más de matrimonio que de enamoramientos, que critica la estupidez y la frivolidad y, de paso, ofrece una ajustada descripción de las convenciones, rituales y comportamiento social de la época en la que está situada (principios del siglo XVIII).

La historia se centra en dos de las cinco hermanas Bennet, especialmente la relación que tienen Lizzy, la segunda de ellas, y el señor Darcy; una relación marcada por los malentendidos iniciales y la vergüenza que la pobre muchacha tiene que sobrellevar debido a la charlatana su madre y la descocada de su hermana menor. Marcado por unos diálogos llenos de mordacidad que aún hoy conservan buena parte de su fuerza, los choques entre la pareja principal destilan grandes dosis de ironía, especialmente por parte de una Lizzy que lleva su independencia por bandera, llegando a declinar dos propuestas de matrimonio teóricamente irrechazables.

Es probable que de la lectura de Orgullo y Prejuicio se extraiga también una crítica a esa sociedad anacrónica en que las mujeres se ven obligadas a casarse si no quieren convertirse en una carga para su familia, pero a mí no me pareció que esa fuera la intención de Austen. Ella no se posiciona a favor ni en contra de esos convencionalismos, sino que los describe tal como eran, para bien o para mal; de hecho, de su biografía se desprende que los aceptaba sin demasiados problemas. Lo que sí critica, como ya he dicho, es el comportamiento descerebrado de las chicas empeñadas en flirtear hasta con el gato del vecino. Otra cosa es que, desde nuestro punto de vista, extraigamos las conclusiones que nos dé la gana.

Quizá no gusten mucho los temas de los que trata Orgullo y Prejuicio, aunque éstos se sitúen más cerca al realismo de lo que la etiqueta de “novela romántica” deja entrever. Pero lo que no puede negársele es su indudable calidad literaria y un excelente manejo de los personajes. Yo empecé este libro por obligación, y lo terminé por placer. Vosotros mismos.

domingo, 29 de julio de 2007

Gabriel García Márquez: Crónica de una muerte anunciada

Santiago Nasar muere. Lo digo así, en presente y del modo más impersonal posible, porque a pesar de que el hecho en sí es irrevocable uno no sabe muy bien si decir que se trata de algo que sucedió hace mucho tiempo, o ayer mismo, o si el asesinato está aún por cometerse. La historia avanza, retrocede, se bifurca y salta de una rama a otra: nunca permanece estática. Porque los sucesos que marcan una vida, como le ocurre al cronista de este libro, son perennes hasta el punto de alargarse infinitamente.

Decíamos, pues, que Santiago Nasar ha muerto. Esto lo sabemos desde la primera frase, en esto se reúne todo el libro. Una afrenta de honor obliga a los hermanos Vicario, amigos del propio Santiago, a darle muerte tras saberse que la hermana de éstos no ha podido contraer matrimonio por no ser ya virgen. Es curioso que sea precisamente Santiago Nasar el señalado por Ángela como el culpable de semejante ultraje, precisamente él, a quien nunca se le ha visto interesado por ella ni triste a causa de su matrimonio: acaso sea mentira y haya sido escogido por la simple razón de que la amistad entre sus hermanos y él evite el derramamiento de sangre, quedando de este modo libres de castigo tanto el inocente como el culpable. Cosa que, por supuesto, no ocurre. Los hermanos Vicario están resueltos a vengar la afrenta a pesar de que tratan por todos los medios que alguien se lo impida, a pesar de que todo el mundo sabe ya lo que está por acontecer.

Pero se dan en esta historia una serie de contingencias ligadas a la fatalidad que terminan por permitir la muerte de Santiago, un cúmulo de despropósitos por parte del mundo entero que provocan una catástrofe a la que nadie daba crédito. Unos observan la historia sin entrometerse, al principio incrédulos y atónitos al final; otros intervienen, pero su voluntad de evitar la tragedia es siempre ligeramente inferior a lo necesario; y otros, indecisos entre su deseo de ver morir a Santiago y su bondad inherente, no saben en qué bando colocarse y terminan actuando a medias. Crónica de una muerte anunciada nunca debería haberse escrito (no hablo en el plano real, por supuesto), y sin embargo la providencia lo desea con tal fuerza que el hecho se consuma inevitablemente.

A lo largo de la obra, Gabriel García Márquez juega con el tiempo y los personajes, salta de una persona a otra, de un momento a su opuesto con una ligereza asombrosa, ejerciendo de guía invisible en un laberinto plagado de maravillas. La técnica narrativa del colombiano asombra a todo lector por la vida que desprende, convirtiendo un mito en un ajustado retrato de la vida rural en el trópico latino y viceversa, de modo que uno no sabe si lo que tiene entre manos es leyenda o periodismo, realidad, fantasía o simplemente magia (aunque no hay aquí magia propiamente dicha, no como en, por ejemplo, Cien años de soledad; la magia a la que me refiero es la de las palabras, que conceden vida y sustancia a la imaginación.)

Hablando de Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada es, a mi modo de ver, su contrapunto realista, el otro extremo del péndulo, una historia que podría no haber encajado en el primer libro pero que le pertenece por mucho que reclame un espacio propio. Es difícil separarlas, comprender del todo una sin haber conocido la que opino que es su fuente, su cordón umbilical, convirtiéndose ambas en lecturas absolutamente obligadas para cualquier lector, asiduo o no, que desee recuperar o ensanchar su capacidad de maravillarse.

viernes, 27 de julio de 2007

A una sola calle de aquí...



Bonita, ¿verdad? Está a escasos cincuenta metros de mi casa, y está abandonada. Todos los días la veo de camino a mi trabajo y pienso que es una pena esto de la vida moderna. Hace años, la casa estaría envuelta en un aura de misterio, y la gente contaría leyendas de fantasmas de sábana blanca y cadenas en los tobillos; o, al menos, yo las inventaría. Hoy, han tenido que vallarla para que los vagabundos y gamberros no la arruinen más de lo que está.

En fin, cosas de la vida, supongo.

domingo, 22 de julio de 2007

Iain Pears: El sueño de Escipión

Tres historias se entrelazan o, mejor dicho, discurren de forma bastante paralela en El sueño de Escipión. Por orden cronológico, la primera está protagonizada por Manlio Hipómanes, un noble erudito que ve en el obispado la única fuente de la que puede extraer el poder necesario para ser capaz de postergar la caída de las tierras de Provenza a manos de los bárbaros que azotan el declive del imperio romano. En la segunda, Olivier de Noyen se ve envuelto, en medio de las sacudidas de la peste negra en Europa, en una trama orquestada por el cardenal Ceccani para llevar el papado a Roma de nuevo tras una estancia demasiado larga (para él) en Aviñon. Julien Barneuve, por último, se enfrenta a los peores momentos de la Francia ocupada durante la segunda guerra mundial

A falta de un elemento definido que hilvane las historias (el texto de Cicerón que da título al libro es más una excusa que un verdadero enlace), vemos cómo poco a poco se forjan entre éstas uniones circunstanciales, no demasiado sólidas pero sí lo suficientemente claras como para mantener cierta cohesión a lo largo de la novela. Los tres viven en Provenza, los tres se descubren a sí mismos con un poder inesperado entre las manos. Los tres hombres están enamorados, cada uno a su modo: Manlio responde al arquetipo de Storge, y ve en Sofía una compañera y maestra más que una amante; Olivier vive un amor apasionado contra el que él mismo es incapaz de luchar; y Julien se desvive en un punto intermedio, algo así como una media aritmética entre los dos. Así las cosas, estas conexiones implícitas y la excelente fluidez narrativa con la que vamos cambiando de siglos y épocas sostienen una novela que a ratos se hace pesada por la ausencia de un destino, de un objetivo clarificado. Una pena esto último, porque vemos cómo una novela estupendamente cimentada va perdiendo fuelle a medida que ascendemos los pisos que la componen, y solamente alza el vuelo de nuevo cuando comenzamos a vislumbrar el final.

No he sido del todo correcto cuando he dicho que al libro le falta un nexo de unión verdadero entre las historias, un crisol que pruebe que son hijas de los mismos padres. Sí lo hay, lo que pasa es que éste pasa desapercibido la mayor parte del tiempo, emergiendo hacia el final en las tres historias: se trata del “problema judío”, si bien las reacciones al asunto por parte de los personajes es diametralmente opuesta. A Julien se la traen al pairo los nazis, solamente quiere salvar a Julia a toda costa; Olivier, que ha recibido las enseñanzas de un sabio judío, hace lo que puede para frenar la represión que sufren por parte de quienes les culpan de esparcir la peste; y Manlio los arroja a los leones (figuradamente) en un acto maquiavélico que ha de costarle el amor de Sofía. Sea como fuere, las tres historias convergen hacia ese punto, el genocidio judío, y terminan simplificándose demasiado para mi gusto. Atrás quedan Cicerón y la filosofía neoplatónica, las invasiones bárbaras, la peste, las intrigas eclesiásticas de los últimos días de la era clásica y durante la edad media, los dilemas morales entre el colaboracionismo y la resistencia a los que se enfrenta el funcionariado de la Francia ocupada, atrás queda todo, oscurecido por la larga sombra de los sucesivos intentos de exterminio judío. No es que eso esté mal, por supuesto. Solamente digo que no debería haberse minimizado tanto todo lo demás.

No me queda mucho por decir, salvo hacer una reflexión. “La mejor novela histórica de misterio jamás escrita”, así reza la portada de El sueño de Escipión. Una afirmación ambiciosa, sin duda. Nunca he sido un gran lector de novela histórica y apenas conozco unos pocos títulos con los que pueda comparar, pero justo después de leer tan valiente afirmación me vino a la cabeza El nombre de la rosa y me pregunté si esta novela podría estar realmente a su altura. La respuesta, lo siento, es que no. La frasecita, otra vez, es una jugarreta por parte de los editores, empeñados en elevar todo lo que publican a los altares de la literatura utilizando una técnica de ligoteo paralela al triste “eres la chica más guapa que he visto en mi vida”. Parece que el mundo entero se ha convencido de que solo la genialidad es plausible y que todo tiene que ser una obra maestra, o venderse como tal, para ser capaz de sostenerse en pie. El sueño de Escipión es un libro notable, incluso me atrevería a decir que de lectura obligada, pero no una obra maestra. Tiene defectos, y le sigue faltando ese punto de genialidad que distingue a los clásicos de un género. A ver si alguien, de una vez, empieza a atreverse a llamar las cosas por su nombre.

lunes, 16 de julio de 2007

Mary Higgins Clark: El secreto de la noche

Voy a publicar un anuncio en el periódico. No, no, mejor aún: un titular a seis columnas. Bien grande, como si de un hito del periodismo se tratara, tan importante como un pezón de la Britney Spears o un nuevo hijo ilegítimo de Julio Iglesias. Sí señor. Y el titular dirá: se regalan cuatro libros de Mary Higgins Clark. Y debajo, en negrita, añadiré que tres están sin leer (gracias a Dios), mientras el otro tiene pequeñas incrustaciones de pintura debido a que fue arrojado reiterada y alevosamente contra la pared de mi habitación.

Desconozco quién fue la lumbrera que calificó a esta autora de reina del suspense; supongo que alguien que entiende el suspense de alta alcurnia como esas películas “basadas en hechos reales” que dan los fines de semana por la tarde en la tele y cuya aparición estelar es esa chica tan mona que hacía de Brenda en Sensación de Vivir. Porque, señoras y señores, este libro es simple y llanamente infumable. Y, aún a riesgo de que mi afirmación suene precaria tras leer una sola novela, diré sin tapujos que la autora también lo es.

Dejad que me explique. Empezamos por la traducción antológica del título (y van dos seguidas): Daddy’s little girl pasa a llamarse El secreto de la noche, uno de esos títulos con resonancias oscuras que no tienen absolutamente nada que ver con el contenido del libro y cuyo significado viene a ser como aquello de ¿a qué huelen las nubes? Aunque, esto también es cierto, tampoco es que el título original sea como para echar cohetes ante el alarde de ingenio de la autora.

En fin; tras sobreponernos a tan explícito título, comenzamos a leer. Resulta que la primera parte del libro, que nos pone en antecedentes y mide unas 20 páginas, está escrita en tercera persona, mientras el resto está narrado desde la perspectiva de la protagonista. ¿Incapacidad por parte de la autora, o es que yo soy muy malpensado? Por otro lado, ¿a alguien le parece normal que un libro esté compuesto por una primera parte de veinte páginas y una segunda (y última) de doscientas y pico? ¿No es más bien un prólogo o un capítulo introductorio? No sé, quizá es que yo soy muy quisquilloso, pero es que no le veo el sentido por ninguna parte. Aunque, claro, viniendo de la reina del suspense...

A todo esto nos encontramos con Ellie, un personaje plano y estereotipado como pocos, víctima del clásico síndrome de “mujer guapa que no tiene novios(s) porque se recluye en su trabajo debido a un trauma infantil que aún no ha superado”. Dicho trauma es la muerte de su hermana mayor cuando Ellie contaba doce primaveras a manos de un chico sádico y muy pero que muy malo, que fue encerrado en prisión después de que Ellie testificara contra él en el juicio. De eso hace veintidós años. En la actualidad, Rob Westerfield, que así es como se llama el mozo, está a punto de ser liberado de prisión tras su condena. El objetivo de nuestra heroína a lo largo del libro será el de impedir por todos los medios que un hombre tan malo como él quede en libertad, porque no puede ser, un chico malo es un chico malo y, al fin y al cabo, ¿qué son veintidós años de cárcel?

No digo que Rob se hubiera tenido que reformar por fuerza, sino que la protagonista de la historia ni siquiera se lo plantea. No hay en todo el libro un solo momento en el que Ellie vacile, en el que haya una mínima lucha interna entre el rencor que siente y el deseo de perdonar y tratar de olvidar lo sucedido. En lugar de eso, Higgins Clark nos muestra detalladamente y sin afectación ninguna cómo Ellie se dedica alegremente a dar vueltas y más vueltas al mismo asunto, buscando alfombras que levantar para que reluzcan todas las miserias pasadas de Rob en demostración de lo que es un comportamiento obsesivo más que de sentido de la justicia. En mi opinión, tal descuido por parte de una autora con tanto bagaje solo puede haber sido fruto de la ineptitud, como si hubiera llegado a la conclusión de que, puesto que no sabía hacerlo o le daba pereza, se limitó a pasarlo completamente por alto. Imperdonable.

Por supuesto, al final resulta que Ellie estaba en lo cierto: Rob sigue siendo malísimo y más de veinte años en la cárcel no le han hecho cambiar ni un ápice (lo cual es muy creíble, claro.) Se produce la inevitable lucha final, cutre, histriónica y deslavazada, y en el último momento el heroico policía de turno salva a la chica en apuros. ¿Acaso esperabais otra cosa? Por el camino nos hemos topado con un par de cortas escenas de lo que podría llamarse suspense, no más, y que no son sino un triste ejemplo de vuelo gallináceo por parte de la autora, un intento fútil de atrapar la atención de un lector al que ha despreciado desde la primera página.

Mary Higgins Clark ha publicado en su vida más de treinta novelas. No sé si ha perdido el duende a la hora de escribir, o si en realidad nunca lo tuvo; más bien, visto lo visto, me inclino tristemente por lo segundo, y me pregunto cuántas horas habrá hecho perder a millones de lectores en todo el mundo. Por mi parte, no pienso comprobarlo ni en sueños: tengo cosas mejores en las que malgastar la vida. Si alguien quiere cuatro libros para apoyar la pata coja de una mesa o le falta leña en la chimenea, que me lo diga.

miércoles, 11 de julio de 2007

Don Diplomado

Sigo pendiente de los resultados del examen del Certificate in Advanced English para completar los créditos de libre elección que me faltan, pero, al margen de eso, puedo anunciar solemnemente (toque de trompetas, por favor) que ya he terminado la carrera. Desde ya, soy Diplomado en Óptica y Optometría.

Por fin.

Cinco años me ha costado, dos más de lo que debería; y aún he tenido suerte. Como no podía ser de otro modo, mi tendencia al funambulismo me ha llevado a tener que esperar al último momento del último día para saber si terminaría la carrera o no. El último paso sobre el alambre ha sido arduo, lo he dado entre incontenibles temblores y esta vez no había red debajo. En este sentido, y sin entrar en detalles, le debo la vida a un par de profesoras: desde aquí, y pese a que nunca van a leer esto, mi reconocimiento y gratitud por su bondad y su comprensión.

No voy a caer en el cinismo de alabar ahora mi universidad: tiene defectos enormes, y los sigo manteniendo. Para empezar, la falta de exámenes en septiembre, que nos deja en una terrible inferioridad frente a los estudiantes de cualquier otro centro. Cualquiera de los que estudiáis o habéis estudiado en la UPC lo sabéis y seguro que estáis de acuerdo. Sin embargo, como sucede con todo lo que dejamos atrás, ahora sus rasgos se me antojan un poco más dulces, más suaves. La escuela sigue teniendo forma de jaula, pero sus paredes ya no me asfixian como lo hacían hace unos días, cuando me veía repitiendo curso por enésima vez. No me atrevo a decir tanto como que añoraré esta universidad, pero tampoco será amargo el recuerdo que guardaré de ella. Porque los centros los hacen personas, y aunque éstas tengan que atenerse a unas reglas a menudo injustas, hay personas en la EUOOT cuyo valor personal es incalculable.

Me refería a profesores, claro. A los compañeros les doy de comer aparte, porque su ración es diferente. He conocido a mucha gente en estos años: la mayoría solamente de vista, con varios he entablado una relación de cordialidad y con unos pocos he forjado una amistad verdadera, de las que no se rompen con una distancia que ojalá no creciera entre nosotros. Es cierto que otros me han defraudado; pero no pienso mencionarlos salvo para arrojar más luz sobre los que no lo han hecho, que la merecen toda y de la más brillante que exista. Un fuerte abrazo para todos ellos, aunque sé que muchos tampoco leerán este post.

Y ahora, ¿qué? Pues aún no lo sé con certeza. Ando pendiente de admisión en un curso sobre gestión y administración de empresas de óptica que me atrae mucho. Aunque sea en Madrid (hala, ya lo he dicho). Si no me admiten quizá busque algo en el extranjero, pese a que lo cierto es que no hay mucho donde elegir. En Bruselas, ciudad en la que me encantaría pasar una temporada, hay algo parecido, pero me temo que se imparte en flamenco (idioma, no música). Ya veremos. Por lo pronto, el próximo día 21 termino mi contrato en el lugar en que trabajo y me tomaré unas inmerecidas vacaciones que probablemente se alarguen durante todo el mes de agosto. Asistiré al curso de creación literaria que Espido Freire da en Teruel y luego me reuniré unos días con los amigos que hice durante mi estancia en Helsinki en Colmar, cerca de Estrasburgo. Qué ganas tengo de verlos a todos otra vez.

¿Y después? No lo sé. Algo surgirá, supongo. Siempre lo hace.

martes, 3 de julio de 2007

Ira Levin: La semilla del Diablo

Supongo que a estas alturas todos conocéis la excelente película del mismo nombre rodada a finales de los 60, con Roman Polanski en la dirección. Si no es así, que sepáis que os estáis perdiendo un referente absoluto en lo que a cine de terror se refiere, y yo que vosotros enmendaría ese error lo antes posible. Bien, pues esta película está basada al pie de la letra (es más bien un calco exacto) en la novela que he tenido estos días entre manos, con el mismo título (ya hablaremos luego de eso) y escrita por Ira Levin.

Pero decir que La semilla del Diablo es la base de una gran película es quedarse corto, muy corto. Esta novela es buena por sí misma, por su calidad narrativa y el miedo que infunde, por sus méritos como precursor y la maestría que demuestra en el arte de mantener la verdad agazapada, apenas visible entre las sombras.

La semilla del Diablo narra la historia de Guy y Rosemary Woodhouse, un joven matrimonio que, gracias a un golpe de ¿suerte?, consigue mudarse a un piso en la vieja casa Bramford. Guy es todavía un actor de segunda fila, tan egocéntrico y seguro de su talento como se puede ser, mientras Rosemary es una joven ingenua, llegada poco tiempo atrás a Nueva York procedente de un pueblo pequeño y renunciando a las raíces profundamente católicas de su familia. Poco después de mudarse, Rosemary queda embarazada tras una noche extraña, y a medida que la gestación avanza se da cuenta de que cosas muy raras están pasando a su alrededor, sobretodo en lo que respecta a sus vecinos y su círculo de amigos, entre los que se incluye su ginecólogo...

A lo largo de la novela, Ira Levin desgrana la historia con un enorme acierto a la hora de contener la información, de sugerir en lugar de mostrar, de modo que la angustia aumenta página a página sin que en ningún momento se sepa del todo qué está pasando. Levin hace de la sutileza su mejor arma: uno siempre se queda con la sensación de que lo importante es lo que no le están contando a Rosemary... y, por extensión, a uno mismo. Hay algo tras el telón de las palabras, algo escondido en la maleza. El problema es que no se puede escrutar para ver qué hay, porque la raíz del asunto está dentro del propio cuerpo de la protagonista.

El embarazo, más aún el primerizo, conlleva un miedo inherente: algo crece en el interior de tu cuerpo, algo que aunque sea íntimo también es desconocido, ajeno a uno mismo. No se sabe si la cosa va bien o mal, si el bebé se está desarrollando con normalidad, si es niño o niña... u otra cosa. La mujer solamente puede estar atenta a las señales de su propio cuerpo y aferrarse a la esperanza; y estos son los miedos que invoca el autor en el libro, porque el miedo siempre surge de lo ignoto, y alojar lo desconocido dentro uno mismo tiene que ser por fuerza el peor de los miedos. ¿No? Bueno, no sé, a ver si alguna fémina se anima a corroborarlo (o desmentirlo) en algún comentario, porque yo de esto no entiendo.

Por lo demás, destacar dos últimas cosas sobre este libro. Lo primero es el título, una cuestión sencillamente indignante. Jamás he visto a un traductor meter tanto la pata como el genio (no sé quién sería, supongo que debe andar escondido debajo de las piedras) que tradujo Rosemary’s baby por La semilla del Diablo. Menuda forma de cargarse un final antes de empezar. Lo otro, y por hacer justicia y no acabar la reseña de este gran libro de mal humor, es decir que esta obra forma, junto a El exorcista y La profecía, la santísima trinidad (sí, es una contraposición hecha a posta) de las historias de terror centradas en la figura del diablo; de estas dos, El exorcista es la novela de terror moderno que más miedo me ha hecho pasar nunca. Tan imprescindible, o incluso más, que La semilla del diablo (sic.) Os lo dice un ateo irredento.

Que Dios os coja confesados.

martes, 26 de junio de 2007

Lois McMaster Bujold: El aprendiz de guerrero

Tengo que admitir que comencé este libro con reticencias. Nunca me han entusiasmado las space operas ligeras, supongo que porque pecan de banalidad y en muchos casos se olvidan casi por completo de la parte de ciencia que hay en la ciencia-ficción. Aquí lo importante no es la exploración del ser humano, del conocimiento o del universo, si no la pura y simple diversión en forma de novela de aventuras. Puede tratarse de un western espacial o una historia de piratas espaciales: no hay nada de novedoso en ello, solamente el calificativo de “espacial”. Y a estas alturas, por supuesto, ni eso.

Con todo, El aprendiz de guerrero me ha gustado. La historia trata sobre Miles Vorkosigan, el último vástago de una noble estirpe de reminiscencias feudales. Pero no os lo imaginéis alto, guapo y de perfil aristocrático. La madre de Miles fue envenenada cuando estaba encinta de él y, aunque sobrevivió, el pequeño Vorkosigan es un chico deforme, feo y de salud muy precaria. Aunque es muy inteligente, debido a su salud se le impide entrar a formar parte del ejército, lo cual es una mancha terrible para su linaje (sic.)

Sin duda la peor parte de la novela es el planteamiento. Cuando el ejército le rechaza, Miles comienza a reunir una tripulación y se embarca en un viaje para hacer llegar armas a las tropas de la resistencia de un planeta en guerra. Y todo esto lo hace en una ausencia total de motivaciones, sin preguntarse siquiera quiénes son los buenos y los malos (si es que los hay) de esta guerra, y sin preocuparse lo más mínimo por poner en peligro su vida y la de los que le rodean. ¿Qué más da? Total, a la tripulación la fue encontrando por casualidad; si la pierde ya invocará otro Deus ex machina para que le provea de nuevos súbditos, tan valientes y abnegados como los anteriores.

Sin embargo, pasado este mal trago del principio, la novela comienza a coger inercia, a funcionar por sí misma. Vale, hemos tenido que empujarla cuesta arriba, pero ahora llega la bajada, que es más divertida y además tenemos viento de popa. Miles comienza a destaparse como un personaje de interés, más psicólogo que estratega, ingenioso y con la pizca de puerilidad que se le supone. Las escenas de acción se suceden a buen ritmo, sin estridencias, en un estilo correcto y que tiene breves destellos de originalidad. El crescendo de tensión se mantiene firme hasta el final, mientras vemos cómo la situación de Miles se hace más compleja cuanto más se acerca a la victoria. En definitiva, uno empieza a comprender por qué la saga Vorkosigan es una de las más famosas de este subgénero (o como quiera que se llame) de la ciencia ficción. El final, sin ser un derroche de genialidad y pese a que puede dar la sensación de dejar las cosas un poco a medias, se adapta bien a la línea de la novela y deja bien atados todos los hilos que se han ido abriendo.

En resumen, El aprendiz de guerrero es una muy buena opción para cualquier aficionado a la novela de aventuras a quien le apetezca una lectura ligera, poco profunda y sin complicaciones. Tiene sus pecados, es cierto; a lo largo del libro se trivializan conceptos como la guerra o incluso la muerte; pero éstos no llegan a empañar del todo una historia que, aunque gira en torno a los caprichos de un adolescente sobreprotegido, no deja de ser interesante y divertida.

domingo, 24 de junio de 2007

Minutos musicales

Ahora que he terminado los exámenes (y las celebraciones que les siguen), retomo el blog con la esperanza de ponerlo al día en cuanto a reseñas y otras cosillas en los próximos días. Mientras tanto, os dejo con un breve interludio en forma de canción.

Las aceras están llenas de piojos es el título del último disco de Marea, quienes para mí son de lo mejor que tenemos hoy en día en cuestión de música en España. Este trabajo quizá no alcanza la maravilla que fue 28.000 puñaladas, pero aún así tiene canciones buenísimas, fieles al buen hacer de este grupo y con unas letras que, de nuevo, rallan la perfección en algunos momentos. Así que, si aún no los conocéis, haced una buena pira con los últimos hits y las canciones del verano de los últimos 20 años y corred, insensatos, corred por la salvación de vuestros tímpanos a por este último disco de Marea.

Relincha el pellejo, preñado de espuelas
porque su montura es tan solo saliva que puebla mejillas,
fundiendo los plomos, matando polillas.
Es el sollozo de un pozo con sed,
gemido que atiza el rescoldo de la chimenea,
tinto de pelea, beso de morder.
Es el alero que quiere llover,
es levante y tramontana
y a la hora de las moscas chicharrina,
corona de espinas de la que comer.
Es una blusa con nudo en el pecho,
es un largo trecho y desaparecer.

Es un abrazo de navajas que sangra rosales,
un lecho de paja y cristales,
pozales de hiel
bebidos a sorbos y echaos a perder.
Es una brisa de Octubre que tira paredes,
la ubre en que duermo y que quiere
el pétalo enfermo que canta al toser.

Trataron de herrarle y cerró las tijeras;
no fue a cal y canto, quedaba la punta de untar las heridas.
Sirvieron de lienzo las horas perdidas.
Es el antojo del ojo que ve
cómo muere solo a través de la misma mirilla
de la misma puerta que quiere romper.
Es una mano intentando coger
del amor algún pedazo y los tacones en la nuca de la vida,
manzana podrida, quijada de Abel,
que se entretiene desabotonando las claras del día para verte bien.

Es un abrazo de navajas que sangra rosales,
Un lecho de paja y cristales,
Pozales de hiel
Bebidos a sorbos y echaos a perder.
Es una brisa de octubre que tira paredes,
La ubre en que duermo y que quiere
Al pétalo enfermo que ladra silbando, que canta al toser

miércoles, 6 de junio de 2007

Stanislav Lem: Solaris

¿Qué secretos esconde el extraño océano que cubre casi por completo la superficie de ese planeta llamado Solaris? Nadie lo sabe; no al menos a ciencia cierta. Se sabe que, de algún modo, ese océano estabiliza la órbita del planeta alrededor de los dos soles que orbita. Se sabe que de él emergen ciclópeas construcciones que nunca duran más de unas horas: son las simetríadas, los fungoides y otras maravillas efímeras cuyo origen y función se desconocen por completo. También se sabe que el océano responde a algunos estímulos por parte del ser humano. Pero, ¿significa todo eso que el océano está vivo? Es probable que sí, pero no existe nada concluyente al respecto. Hay que recordar que Solaris es, por lo demás, un planeta inerte. El océano, si es que realmente lo está, es el único ser vivo del planeta. No se alimenta. No se reproduce. ¿Acaso piensa, acaso es consciente de sí mismo y de lo que le rodea? No se sabe.

No se sabe. No hay respuestas para casi nada, salvo las elucubraciones que uno mismo va haciendo al tiempo que lee, y que rápidamente empiezan a contradecirse unas con otras. Leer Solaris es como adentrarse en un laberinto sabiendo que no existe ninguna salida, porque el eje central de la historia son las limitaciones de la comprensión humana. De hecho, al final del libro nada queda resuelto, porque la vida en sí misma es indescifrable y nuestras mentes tienen un límite, una frontera muy definida: el pensamiento antropocéntrico. Todo lo que escape a lo remotamente humano será, por fuerza, incognoscible para nosotros. Dios, por ejemplo, para quien crea en Él. Se trata sin duda de un pensamiento desalentador, más aún cuando uno piensa en ello y se da cuenta de lo certero que resulta.

Sin embargo la cosa no se queda ahí. Solaris es un libro que abarca tantas lecturas que se hace imposible resumirlo: lo más seguro es que el resumen ocupara más páginas que el propio libro. Hay en esta novela una abundante cantidad de géneros, desde la ciencia ficción especulativa hasta el más pavoroso terror, no exento siquiera de fantasmas. Y ninguna de las cuestiones que plantea, ya sean morales, filosóficas o científicas, se aborda de manera superficial; Stanislav Lem navega en un barco de calado hondo, en un rompehielos, precisamente para dejar claro cuáles son los límites de la inteligencia y el sentir humanos y contraponerlos a lo ignoto, que es el océano y que es a su vez la misma concepción de la vida.

Me doy cuenta de que ya estoy terminando y apenas he contado nada. No hago más que dar vueltas en círculo: ni siquiera he explicado de qué va la historia, quiénes son o qué hacen los personajes. Eso os lo reservo a quienes aún no hayáis descubierto esta maravilla que es Solaris. Disfrutadlo, e id hilando vuestras teorías acerca de si el océano está vivo o no, del límite de comprensión humano o del por qué de ese sombrero de paja que lleva siempre Sartorius. Aunque, con toda seguridad, os equivocaréis tanto como yo.

sábado, 2 de junio de 2007

Dean Koontz: Fantasmas

Tras la pérdida de su madre, la doctora Paige abandona Snowfield para ir en busca de su hermana. Al volver, se encuentra con que no queda ni un alma en el pueblo. No queda nadie o, al menos, nadie con vida.

Así empieza Fantasmas de Dean R. Koontz, un libro que aglutina y lleva a su extremo todas las virtudes y defectos del bestsellerismo. Si os soy sincero, aún no sé por qué lo terminé; supongo que por cabezonería o por aquello de que siempre va bien aprender de los errores ajenos. Y os aseguro que, de esto último, aprendí muchísimo. Aunque, también es verdad, para este viaje no hacían falta tantas alforjas. En fin.

A pesar de lo mediocre del estilo y de que el libro no aguanta un análisis mínimamente sesudo, uno empieza a leer y se descubre a sí mismo entreteniéndose, metido en una historia bien planteada, con un ritmo que no deja respirar y lo suficientemente inquietante como para mantenerte enganchado. Bien. Pero luego, a medida que nos adentramos en el nudo, empiezan a surgir los problemas: la historia es demasiado lineal, los personajes demasiado estereotipados y planos, y sus reacciones a veces están entre lo estúpido y lo decididamente absurdo. Además, uno se va dando cuenta de que todo se reduce a una concatenación de sustos cuya concordancia entre sí parece remota... y que, peor aún, termina por no existir.

Todo esto no es tan malo, o no debería serlo, si lo que se busca es simple entretenimiento. Los fuegos artificiales no sirven para nada, no significan nada, pero a todos nos encantan, ¿verdad? Pues eso. Lo que pasa es que al señor Koontz le pierde su verborrea y acaba metiéndose en unos lodazales que le vienen enormes, lo cual consigue no solo que el libro pierda interés, sino que se vuelva irritante y den ganas de tirarlo por la ventana. Me explico: el tema es que hay un monstruo, uno muy malo, ¿vale? Un monstruo de verdad, de los que asustan, con millones de años a sus espaldas y una mala leche del copón. Genial. A partir de cierto punto, un equipo de científicos entra en escena y comienzan a analizarlo para poder destruirlo, lo cual, por lo visto, al monstruo le parece de maravilla, porque se deja cortar gustosamente unas lonchas para uso y disfrute de los susodichos científicos. Total, que el autor termina proponiendo que el monstruo es el autor de todas las desapariciones misteriosas que han ocurrido a lo largo de la historia, incluida... ¡la de los dinosaurios!

Sí, de verdad, lo digo en serio.

Y no es lo único, claro. Pifias de este calibre las hay repartidas por todo el libro, errores “de guión” del tamaño de los Pirineos, afirmaciones pseudocientíficas que no se ajustan a ninguna ley y desbarajustes que claman al cielo por lo absurdos que son y que a mí, personalmente, me ofenden mucho. Porque un libro, aunque sea una novela fantástica y aunque sea lo más bestselleriano que existe, es uno de los grandes conductores de cultura que tenemos, y esto es pura y dura desinformación. Si uno no entiende de algo no pasa nada, se da el rodeo necesario para no hablar de lo que se desconoce y listos; al fin y al cabo un monstruo es un monstruo, y se han hecho grandes obras partiendo precisamente de su esencia incognoscible. Ahí tenéis al Cthulhu de Lovecraft o a El Horla de Maupassant. Pero si uno se decide a descorrer las cortinas de lo desconocido, lo mínimo que hay que hacer es asegurarse de que sea para mostrar algo más que estupidez. Koontz lo hace, y además con el orgullo y arrojo que solamente la necedad puede proporcionar. El resultado de todo esto es, como supondréis, sencillamente lamentable.

Termino aquí mi reseña, porque no hay más que decir de esta novela y porque me enerva pensar en ella. Prefiero olvidar que la he leído, guardarla en lo más hondo de algún cajón e incluir a Koontz en mi lista negra de autores, subrayado, en negrita y con colores fosforescentes. Por si acaso.

lunes, 28 de mayo de 2007

Relato: Arena en la memoria

Lo prometido es deuda, dicen, y cumplo colgando este relato que presenté a un concurso cuya participación debo a Maria. La idea de dicho concurso era escribir una historia en torno al tranvía, y aunque no gané ni quedé entre los finalistas a mi, la verdad, me gusta. No es perfecto ni lo considero lo mejor que he escrito, pero no sé, creo que tiene encanto. Quizá porque en el fondo es un aviso, una advertencia: el presente no existe. En fin, juzgad vosotros mismos.

Lo llaman El Nocturno.

Recorre las calles de la ciudad durante las noches, cuando éstas no son más que un sueño de sí mismas. Pocos son quienes lo han visto: algún anciano insomne, algún estudiante de ojos enrojecidos. Se asoman a la ventana, afligidos o cansados o melancólicos, y lo ven aparecer en la lejanía. Lo que al principio es una sombra difusa en la bruma de la noche va cobrando forma, se hace sólido. El espejismo se vuelve real. Lo ven acercarse, una enorme oruga oxidada, y pasar de largo.

Entonces algo se detiene dentro de ellos. El tranvía desfila con lentitud frente a sus ojos atónitos. Luego, mucho más tarde, vuelven a sus camas y a sus libros, conscientes de que por esta noche todo ha terminado, de que ya no serán capaces de estudiar ni de dormir.

La de hoy es una de esas noches. Es fría y un hálito de niebla se enrosca flotando alrededor de las luces anaranjadas de las farolas. El eco de unos tacones apresurados y la sensación de que tras las altas ventanas se esconden ojos que observan furtivamente es todo cuanto puede considerarse una presencia humana. Arriba, el cielo es de un negro absoluto, sin incandescencias; y aquí abajo, en el duro asfalto, David y sus amigos se suben a un coche.

Han fumado y han bebido y son jóvenes y aún tienen fe en esa dulzura con que les trata la vida. David enciende el motor entre risas, y entre risas acelera por las calles desiertas. Se siente ebrio de libertad y esperanza. Los chirridos de los neumáticos reverberan en los muros hasta fundirse con la nada en las alturas.

-Rápido —dice una voz desde el asiento de atrás—. Más rápido.

Este ajado transporte de fantasmas, esta barca de Caronte, El Nocturno, se mueve siempre hacia el oeste, huyendo quizá de la madrugada. Pero no va a ningún lugar, no tiene destino. Se limita a vagar por la ciudad noche tras noche, recogiendo almas perdidas sin llegar a llenarse nunca. Sus ocupantes, dicen, se sientan junto a la ventanilla y observan con nostalgia, en silencio, la Barcelona que conocieron, incapaces de ver los cambios que el tiempo ha ungido en ella. A veces se les ve a través del cristal, sus caras grises y sus ojos vacíos, silenciosos, cabizbajos.

Están atrapados. Son los hombres y mujeres que han embarrancado en las playas del tiempo. Apoyan la frente en el vibrante cristal y observan embelesados la ciudad. Hay grupos de milicianos que enarbolan banderas rojas y cantan canciones de rebeldía; hay obreros con el rostro cubierto de ceniza y los pulmones revestidos con los restos del algodón que hilaron; hay también, en un rincón, un anciano de barba canosa que sostiene bajo el brazo un rollo de planos apergaminados y levanta los ojos con arrobo para mirar su catedral inacabada, sin importarle si el tranvía que segó su vida es ese en el que viaja o cualquier otro.

Y mientras El Nocturno serpentea en el asfalto, siempre hacia el oeste, siempre hacia el ocaso, el coche de David asciende a toda velocidad la calle Entença.

Los ojos de la ciudad lo observan como quien ve una hormiga corretear por la palma de su mano. Dentro, el siseo del viento se confunde con la música; afuera, algún peatón solitario le ve pasar y le sigue con una mirada de desesperanza. Dentro, David propone a sus amigos ir a ver amanecer al Tibidabo y todos dicen que sí, ahora, ahora mismo; afuera, el coche cruza como una flecha las travesías, inconmovible a los guiños de los semáforos.

Dentro, David desvía la mirada un instante del asfalto para encender un cigarrillo.

Afuera, El Nocturno le sale al cruce.

Las ruedas giran y giran. David percibe el movimiento y levanta la mirada. Ve algo parecido a una caravana, un convoy de madera podrida y herrumbre. Parpadea. El mundo parece haberse detenido, pero las ruedas siguen girando. Parpadea de nuevo y pisa el pedal de freno. Oye un grito. Ahora es como si estuviera en un túnel, no hay nada a su alrededor, solamente vacío, nada existe salvo lo que tiene enfrente, esa aparición cada vez más cercana, ese tranvía que no existe.

En el interior de El Nocturno los rostros permanecen grises y neutros, como somnolientos. Nada está ocurriendo: la arena en su memoria les cubre los ojos. Miran hacia la ventana y ésta les muestra lo que la ciudad fue algún día. Parece que avanzan, pero hace mucho que se detuvieron.

El coche se balancea, se contorsiona, se vuelve un ente vivo, doblado sobre su propio dolor. El gemido de los neumáticos se clava en los oídos de Barcelona. Van a chocar. David gira el volante en una dirección y en otra. Ve a los difuntos acercarse, los ve en las ventanillas, mirando hacia una lejanía que él no puede concebir. Luego cierra los ojos.

Se oye algo, algo que no es música ni motor ni ruedas: un susurro, un lamento, un quejido que se aleja.

Al volver a abrir los ojos, David sigue vivo. La calle está desierta. Sus amigos siguen ahí. Nadie dice nada. Apaga la música, pone primera y reanuda la marcha, ahora con lentitud.

Más tarde, el amanecer encuentra a David apoyado en el marco de su ventana, pero él no le devuelve la mirada porque sus ojos enfocan hacia el interior, hacia el espejo de los recuerdos. Lo que sus ojos ven es la imagen que le ha sobrevenido antes, cuando aún era de noche y los fantasmas existían y rondaban las calles a bordo de un tranvía. La imagen de una Barcelona anterior, de personas y edificios que hoy no son más que polvo y ceniza salvo para los obstinados recuerdos de quienes los amaron.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Spider-man 3

Por fin puedo dormir tranquilo: ya he visto Spider-man 3. ¿Qué os voy a decir que no sepáis? Seguro que la mayoría de vosotros también la habéis visto; y si no es así pasad por taquilla, aunque solamente sea para cercioraros de que la película, como se dice, es la peor de las tres.

No voy a mentiros: sin duda lo es. Como fan entusiasta del trepamuros, salí del cine igual que suelo salir de un examen: decepcionado, con un cabreo del quince y deseando olvidar lo ocurrido minutos atrás. Alguien debería dar una buena patada en el culo a la panda de ¿guionistas? que han perpetrado semejante película.

Empezaré comentando las cosas que se salvan, así acabaré antes. Las escenas de acción, por ejemplo. Son trepidantes aunque a veces un poco confusas, dan ganas de volver a verlas una y otra vez, aunque en mi opinión no llegan a la altura de las dos primeras partes; esa sensación de vértigo al ver a Spider-man balanceándose entre los rascacielos de Nueva York se ha perdido, y ninguna de las peleas es tan buena como la contienda con Octopus en la segunda parte. Pero, bueno, sí, hay que admitir que están bien. Y otra cosa buena, en este caso genial: la gran escena de presentación del Hombre de Arena. Es imponente, vale la entrada por sí misma.

Pero, a todo esto, ¿qué hace ahí el Hombre de Arena? ¿No se supone que el malo de la película era Venom? ¿De verdad es ese personaje tan importante en la trama? No, por supuesto que no. Y ahí tenemos el defecto fundamental de la película: la trama es demasiado compleja para ser abarcada en tan poco tiempo. Un cómic de chorrocientas entregas puede permitírselo, y una serie también, pero no una película como esta. Si se abren demasiados hilos argumentales la película pierde solidez, los personajes no se desarrollan y el conjunto queda amorfo, carente de ritmo y sin una historia principal que conduzca las demás. No es que lo diga yo, es que eso es de patio de parvulario. Y que no me vengan con la excusa de que hay que respetar el original, porque, si es así, ¿qué ha pasado con los lanzaredes?

Lo principal, a mi entender, tenía que ser el cambio que se opera en los personajes a lo largo de la historia, pero todo queda lastrado como consecuencia del desbarajuste que he mencionado. Peter pasa de bueno a malo y de malo a bueno en cuestión de segundos, de una escena para otra, y lo de Harry es aún peor. En el cómic, la persona que más teme y odia el traje negro de Spidey es Mary Jane, porque ella es quien más sufre las consecuencias de lo que le ocurre a Peter. En la película, la relación M. J.- simbionte es sencillamente inexistente.

¿Y Venom? Venom es el mayor antagonista que Spider-man ha tenido nunca, precisamente porque es su reverso, porque Peter ve en él el reflejo de lo que ha rechazado para cumplir la palabra que dio a su tío, porque le gustó lo que sentía enfundado en su traje negro y en el fondo aún teme convertirse en él de nuevo. Pero en la película se reduce a Venom a un villano más, a un malo maloso como cualquier otro. Y eso es una cagada como la copa de un pino, mucho más teniendo en cuenta que esta película (supuestamente) es la última de la serie. Da mucha rabia pensar que una despedida a lo grande como podía haber sido esta película se haya quedado en algo tan mediocre.

A todo esto sumémosle que los chascarrillos chulescos de nuestro hombre araña han desaparecido; me refiero a esas frasecillas ingeniosas que, especialmente en el cómic, soltaba durante las peleas y que también definían la complejidad del personaje. Sumémosle escenas pastelosas y sonrojantes, como la del bailecito por las calles o la muerte de ya-sabéis-quién, acaso en un burdo intento de acercar la película al público infantil. Sumémosle la falta de provecho que se ha sacado al triángulo Peter-Mary Jane-Harry. Sumémosle que tía May se ha convertido en un personaje anodino, cuya única razón de ser son las moralinas que va soltando a quien quiera escucharla. Sumémosle malos detalles, imprecisiones en el guión, escenas fuera de lugar. ¿Qué nos queda?

Pues casi nada.

Y lo peor es que sé que volveré a verla. Varias veces. Porque a un servidor ese casi nada que le puede ofrecer el peor Spider-man sigue sabiéndole a gloria.

viernes, 18 de mayo de 2007

Paul Auster: Leviatán

Un desconocido vuela por los aires mientras manipula una bomba en una carretera de Wisconsin. Nadie puede reconocerle, porque no hay huellas dactilares que tomar ni documentos de identidad que puedan aportar pistas. No hay nada de nada, porque los restos de ese desconocido se han desperdigado en un radio de veinte metros, y la policía americana anda a ciegas, absolutamente desconcertada. Pero alguien sí sabe quién es ese desconocido. Peter Aaron sabe que el hombre que se ha inmolado accidentalmente es su mejor amigo, Ben Sachs. Y sabe que es el momento de contar su historia, antes de que los periódicos y la policía se encarguen de conjeturar una que no hiciera honor a su memoria.

Esta explosión es el inicio y a la vez el punto de fuga de Leviatán, de Paul Auster; la novela avanza hilvanando media docena de historias distintas, pero sin perder en ningún momento de vista ese instante, ese desenlace fatídico. Un gran acierto por parte del autor: la muerte de Sachs es tan devastadora que merece una explicación, y ésta no hace más que desconcertarte a medida que avanzas en la historia. Lees las primeras páginas y te preguntas: ¿este tío va a morir con una bomba entre las manos? Porque de lo único que ha pecado Ben Sachs en su vida ha sido precisamente de antibelicismo. Porque esperas encontrar a Tyler Durden o a Lee Harvey Oswald y no ves más que a un hombre normal y corriente, sensible al arte y con una cierta conciencia social, ni siquiera demasiado acusada.

Pero entonces, poco a poco, empiezas a darte cuenta de algo: si hay algo que a Auster le encanta es jugar a ser Dios. Disfrazado de azar, el autor zarandea a sus personajes como si de muñecos se tratara, los vapulea, les da cien vueltas a sus vidas, en fin, interviene de un modo tan categórico en sus existencias que éstos no tienen otra opción que bajar los brazos e izar todas sus velas para ver adónde termina llevándoles el viento. Así, a partir de cierto incidente, Auster inicia el temporizador que ha de marcar el ritmo de la autodestrucción de Sachs, una autodestrucción cuya cercanía el personaje también comienza a percibir, aunque sea de un modo íntimo y no del todo consciente. Todo esto al compás de un estilo decididamente parco en retórica, pero preciso e incisivo como el bisturí de un cirujano.

A modo de curiosidad, comentar que hay en Leviatán un evidente juego de espejos: un escritor (Paul Auster) que escribe una novela sobre un escritor (Peter Aaron) que cuenta la vida de otro escritor (Ben Sachs). Esto no es casual. Leviatán es todo un laberinto de historias dentro de otras historias, un laberinto de espejos en el que azar y destino se confunden hasta ser una misma pieza, un reflejo de la debilidad y la desnudez humanas frente a los vaivenes de la caprichosa intemperie que nos rodea.

miércoles, 16 de mayo de 2007

Sobre patanes y burócratas (valga la redundancia)

Esta mañana, otra vez (y van tres en menos de diez días), he tenido que ir a Puigcerdà para echar un cable a mi tío con un tema de escrituras, empresas y líos de lo más variopinto relacionados (notad el regusto a ironía de mis palabras) con el apasionante mundo de la gestión empresarial. En principio, la hora programada con el notario para soltar unas firmitas era las once, pero entre unas cosas y otras, como siempre, la cosa se ha alargado... ¡hasta las dos! Y aún suerte que ha podido solucionarse, porque en las otras dos ocasiones nos dejaron colgados y con cara de tonto por chorradas del tipo "Uy, es que falta el sello del ayuntamiento para el formulario 7-B"... Total, que no solo me he quedado sin siesta antes de ir a currar sino que apenas he tenido para comer como es debido.

La conclusión que he sacado de todo esto es que odio todo lo que tenga que ver con la burocracia. Aborrezco a los abogados, notarios, procuradores, directores de banco y demás personajes inútiles y, lo que es peor, absolutamente innecesarios en nuestro mundo. Tampoco es que eso sea nuevo, pero tenía que decirlo, y pido disculpas desde ya por si con ello ofendo a alguien. Detesto a esa panda de aprovechados y chupasangres, me ponen enfermo. Y a mí, que todo me suena a lo mismo:


-Haga el favor de poner atención en la primera cláusula porque es muy importante. Dice que... la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte. ¿Qué tal, está muy bien, eh?


- No, eso no está bien. Quisiera volver a oírlo.


- Dice que... la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte.


- Esta vez creo que suena mejor.


- Si quiere se lo leo otra vez.


- Tan solo la primera parte.


- ¿Sobre la parte contratante de la primera parte?


- No, solo la parte de la parte contratante de la primera parte.


- Oiga, ¿por qué hemos de pelearnos por una tontería como ésta? La cortamos.


- Sí, es demasiado largo. ¿Qué es lo que nos queda ahora?


- Dice ahora... la parte contratante de la segunda parte será considerada como la parte contratante de la segunda parte.


-Eso si que no me gusta nada. Nunca segundas partes fueron buenas. Escuche: ¿por qué no hacemos que la primera parte de la segunda parte contratante sea la segunda parte de la primera parte?



Los hermanos Marx: Una noche en la ópera



, pues ya tengo decidido que pasaré el resto de mis días tan apartado de esa gentuza como me sea posible. Sí, ya sé que tarde o temprano me tocará pasar por el aro, y además varias veces; pero lo haré enfurruñado, a desgana y soltando toda clase de execrables improperios. Que por algo estoy en mi derecho.

En fin, nos vemos en los tribunales.

lunes, 14 de mayo de 2007

Dino Buzzati: El desierto de los Tártaros

Este libro lleva rondándome la cabeza desde que lo terminé, hace ya cosa de un par de meses. Por eso inicio el blog con esta reseña, casi por obligación, porque El desierto de los Tártaros deja tras de sí un peso del que no es fácil librarse. Veamos si esto lo consigue.

Dice Jorge Luis Borges en el prólogo que Dino Buzzati es ya un clásico contemporáneo, expresión que se utiliza (como casi todas las alabanzas) demasiado a la ligera en cuestión de libros. También menciona a Kafka entre las fuentes de las que bebe, acaso por lo alegórico de su obra. No seré yo quien le quite la razón en ninguna de las dos afirmaciones. Pero empecemos por el principio.

La Fortaleza Bastiani se erige como defensa fronteriza de un país, digámoslo así, de cuyo nombre no quiero acordarme. Antaño majestuosa, hoy la fortaleza decae en el aburrimiento de mantener una frontera que dejó de ser útil hace mucho. Frente a ella se extiende un interminable desierto por el que antaño atacaron los temibles Tártaros; a su espalda se dispersan los estrechos y tortuosos senderos que vadean las montañas hacia la primera ciudad del país en cuestión. He aquí la primera contraposición de imágenes, la primera alegoría. Porque todo en El desierto de los Tártaros lo es. El desierto bien podría haber sido un acantilado, un abismo al final del mundo, lo que nos espera tras la muerte. Los serpenteantes caminos que llevan hacia ella... bueno, no creo que haga falta explicarse más.

Allí, a la fortaleza Bastiani, es enviado Giovanni Drogo, recién salido de la academia, a estrenar su condición de teniente. Y en la fortaleza, Giovanni no encuentra nada. Nada de nada, solamente una vigilia perpetua y hambrienta de gloria, una espera que no tiene fin del mismo modo que posiblemente no tuvo principio. Sin darse cuenta, el teniente Drogo entra a formar parte de esa espera acomodándose fácilmente a su dinámica. Cualquier presagio de ataque es atendido con obsesión, con esa mezcla de miedo y anhelo que sienten los soldados frente a una batalla indiscernible. Pero nada existe en realidad, y a medida que los espejismos se diluyen quedan las realidades de la fortaleza y la soledad, los abrigos en los que Giovanni se ampara y sin los ya no puede sobrevivir. Cada segundo se hace interminable, pero los meses y las estaciones del año parecen volar. Pasan los años y los muros de la fortaleza son cada vez más pesados, pero la espalda de nuestro teniente se ha amoldado ya tanto a su forma que apenas siente ese peso. Cada vez hay más distancia entre él y el mundo real, y pronto se encuentra con que esa distancia es tan insalvable como el desierto que se abre a sus pies, siempre enfocados en busca de alguna novedad tras el horizonte.

He dicho antes que la fortaleza decae en el aburrimiento, y no es cierto. La fortaleza sigue ahí, inconmovible al paso del tiempo, enorme y a la vez asfixiante, como el castillo de una novela gótica. Porque la fortaleza es el mundo, es la vida, y éstos seguirán aquí después de que nosotros nos hayamos ido. Son los hombres quienes decaen, quienes abandonan poco a poco sus sueños en pos de una esperanza vana, un ataque que, en el fondo, saben que nunca presenciarán. El tiempo les deja atrapados en ese limbo que se alarga hasta eternizarse, con los pies enredados en una situación que ya no les dejará avanzar ni retroceder jamás.

El final de la novela es desgarrador y, aviso, deja un poso de tristeza del que no es fácil desprenderse. Uno no puede ver la vida con los mismos ojos después de leer esta obra. Pero hay un brillo de esperanza, una luz que fulgura a través de todo y que solo empieza a comprenderse (al menos eso me pasó a mí) días después de terminar la lectura. No puedo explicarlo con palabras. Leedlo y lo sentiréis.

En definitiva, este no es un libro para quienes tienden a ver el vaso medio vacío, aquí no hay ninguna frase mágica al estilo de Paulo Coelho para levantar la moral. Tú desea lo que quieras, que el universo hará lo que le venga en gana. Aunque no solo se remite a eso. El mensaje es mucho más profundo y perturbador, porque no es el corazón el lugar al que se dirige, sino el mismo centro de la existencia.

domingo, 13 de mayo de 2007

Saludos y reverencias

No sé. Será que se acercan los exámenes y ando en busca de excusas con las que eludir el estudio, o será también que llevo varias semanas sin escribir y el cuerpo me lo pide; el caso es que hace ya días que andaba dudando entre abrirme un blog o reflotar aquello del msn space dándole un buen lavado de cara. Al final he optado por lo primero, dejando de lado cuestiones de pereza y el hecho de que no me gusta la idea de que internet se esté convirtiendo en un cementerio de páginas a medias, de barcos abandonados a la deriva de vete a saber qué corrientes. Internet es enorme, sí, pero eso no nos da derecho a convertirlo en un basurero espacial. Aunque sea gratis, o aunque nadie se queje. Al final, parece que la vida de uno se mide por la cantidad de chatarra que deja atrás, por lo que abandona en lugar de por lo que consigue. En fin.

Vale, sí, acabo de empezar y ya estoy divagando. Así que mejor voy al grano. Aquí habrá comentarios y reseñas de libros (la idea es hacerlo de todos los que lea, pero ya veremos), quizá también de alguna peli, estáis avisados. También habrá tonterías y desvaríos, claro, porque esa también es mi manera de ser, y quizá algún relato cortito que se me ocurra. Todo se andará.

Pues nada más, por ahora. Bienvenidos.