viernes, 18 de mayo de 2007

Paul Auster: Leviatán

Un desconocido vuela por los aires mientras manipula una bomba en una carretera de Wisconsin. Nadie puede reconocerle, porque no hay huellas dactilares que tomar ni documentos de identidad que puedan aportar pistas. No hay nada de nada, porque los restos de ese desconocido se han desperdigado en un radio de veinte metros, y la policía americana anda a ciegas, absolutamente desconcertada. Pero alguien sí sabe quién es ese desconocido. Peter Aaron sabe que el hombre que se ha inmolado accidentalmente es su mejor amigo, Ben Sachs. Y sabe que es el momento de contar su historia, antes de que los periódicos y la policía se encarguen de conjeturar una que no hiciera honor a su memoria.

Esta explosión es el inicio y a la vez el punto de fuga de Leviatán, de Paul Auster; la novela avanza hilvanando media docena de historias distintas, pero sin perder en ningún momento de vista ese instante, ese desenlace fatídico. Un gran acierto por parte del autor: la muerte de Sachs es tan devastadora que merece una explicación, y ésta no hace más que desconcertarte a medida que avanzas en la historia. Lees las primeras páginas y te preguntas: ¿este tío va a morir con una bomba entre las manos? Porque de lo único que ha pecado Ben Sachs en su vida ha sido precisamente de antibelicismo. Porque esperas encontrar a Tyler Durden o a Lee Harvey Oswald y no ves más que a un hombre normal y corriente, sensible al arte y con una cierta conciencia social, ni siquiera demasiado acusada.

Pero entonces, poco a poco, empiezas a darte cuenta de algo: si hay algo que a Auster le encanta es jugar a ser Dios. Disfrazado de azar, el autor zarandea a sus personajes como si de muñecos se tratara, los vapulea, les da cien vueltas a sus vidas, en fin, interviene de un modo tan categórico en sus existencias que éstos no tienen otra opción que bajar los brazos e izar todas sus velas para ver adónde termina llevándoles el viento. Así, a partir de cierto incidente, Auster inicia el temporizador que ha de marcar el ritmo de la autodestrucción de Sachs, una autodestrucción cuya cercanía el personaje también comienza a percibir, aunque sea de un modo íntimo y no del todo consciente. Todo esto al compás de un estilo decididamente parco en retórica, pero preciso e incisivo como el bisturí de un cirujano.

A modo de curiosidad, comentar que hay en Leviatán un evidente juego de espejos: un escritor (Paul Auster) que escribe una novela sobre un escritor (Peter Aaron) que cuenta la vida de otro escritor (Ben Sachs). Esto no es casual. Leviatán es todo un laberinto de historias dentro de otras historias, un laberinto de espejos en el que azar y destino se confunden hasta ser una misma pieza, un reflejo de la debilidad y la desnudez humanas frente a los vaivenes de la caprichosa intemperie que nos rodea.

1 comentario:

Albert dijo...

Vaya, pues muchas gracias por la invitación, pero me temo que no me va a ser posible. Tengo una barbaridad de libros en la pila de lecturas pendientes, y El palacio de la luna no se encuentra entre ellas.

Con todo, iré asomándome por la página de vez en cuando para ver si hay alguna lectura a la que pueda sumarme.

Saludos.