lunes, 28 de mayo de 2007

Relato: Arena en la memoria

Lo prometido es deuda, dicen, y cumplo colgando este relato que presenté a un concurso cuya participación debo a Maria. La idea de dicho concurso era escribir una historia en torno al tranvía, y aunque no gané ni quedé entre los finalistas a mi, la verdad, me gusta. No es perfecto ni lo considero lo mejor que he escrito, pero no sé, creo que tiene encanto. Quizá porque en el fondo es un aviso, una advertencia: el presente no existe. En fin, juzgad vosotros mismos.

Lo llaman El Nocturno.

Recorre las calles de la ciudad durante las noches, cuando éstas no son más que un sueño de sí mismas. Pocos son quienes lo han visto: algún anciano insomne, algún estudiante de ojos enrojecidos. Se asoman a la ventana, afligidos o cansados o melancólicos, y lo ven aparecer en la lejanía. Lo que al principio es una sombra difusa en la bruma de la noche va cobrando forma, se hace sólido. El espejismo se vuelve real. Lo ven acercarse, una enorme oruga oxidada, y pasar de largo.

Entonces algo se detiene dentro de ellos. El tranvía desfila con lentitud frente a sus ojos atónitos. Luego, mucho más tarde, vuelven a sus camas y a sus libros, conscientes de que por esta noche todo ha terminado, de que ya no serán capaces de estudiar ni de dormir.

La de hoy es una de esas noches. Es fría y un hálito de niebla se enrosca flotando alrededor de las luces anaranjadas de las farolas. El eco de unos tacones apresurados y la sensación de que tras las altas ventanas se esconden ojos que observan furtivamente es todo cuanto puede considerarse una presencia humana. Arriba, el cielo es de un negro absoluto, sin incandescencias; y aquí abajo, en el duro asfalto, David y sus amigos se suben a un coche.

Han fumado y han bebido y son jóvenes y aún tienen fe en esa dulzura con que les trata la vida. David enciende el motor entre risas, y entre risas acelera por las calles desiertas. Se siente ebrio de libertad y esperanza. Los chirridos de los neumáticos reverberan en los muros hasta fundirse con la nada en las alturas.

-Rápido —dice una voz desde el asiento de atrás—. Más rápido.

Este ajado transporte de fantasmas, esta barca de Caronte, El Nocturno, se mueve siempre hacia el oeste, huyendo quizá de la madrugada. Pero no va a ningún lugar, no tiene destino. Se limita a vagar por la ciudad noche tras noche, recogiendo almas perdidas sin llegar a llenarse nunca. Sus ocupantes, dicen, se sientan junto a la ventanilla y observan con nostalgia, en silencio, la Barcelona que conocieron, incapaces de ver los cambios que el tiempo ha ungido en ella. A veces se les ve a través del cristal, sus caras grises y sus ojos vacíos, silenciosos, cabizbajos.

Están atrapados. Son los hombres y mujeres que han embarrancado en las playas del tiempo. Apoyan la frente en el vibrante cristal y observan embelesados la ciudad. Hay grupos de milicianos que enarbolan banderas rojas y cantan canciones de rebeldía; hay obreros con el rostro cubierto de ceniza y los pulmones revestidos con los restos del algodón que hilaron; hay también, en un rincón, un anciano de barba canosa que sostiene bajo el brazo un rollo de planos apergaminados y levanta los ojos con arrobo para mirar su catedral inacabada, sin importarle si el tranvía que segó su vida es ese en el que viaja o cualquier otro.

Y mientras El Nocturno serpentea en el asfalto, siempre hacia el oeste, siempre hacia el ocaso, el coche de David asciende a toda velocidad la calle Entença.

Los ojos de la ciudad lo observan como quien ve una hormiga corretear por la palma de su mano. Dentro, el siseo del viento se confunde con la música; afuera, algún peatón solitario le ve pasar y le sigue con una mirada de desesperanza. Dentro, David propone a sus amigos ir a ver amanecer al Tibidabo y todos dicen que sí, ahora, ahora mismo; afuera, el coche cruza como una flecha las travesías, inconmovible a los guiños de los semáforos.

Dentro, David desvía la mirada un instante del asfalto para encender un cigarrillo.

Afuera, El Nocturno le sale al cruce.

Las ruedas giran y giran. David percibe el movimiento y levanta la mirada. Ve algo parecido a una caravana, un convoy de madera podrida y herrumbre. Parpadea. El mundo parece haberse detenido, pero las ruedas siguen girando. Parpadea de nuevo y pisa el pedal de freno. Oye un grito. Ahora es como si estuviera en un túnel, no hay nada a su alrededor, solamente vacío, nada existe salvo lo que tiene enfrente, esa aparición cada vez más cercana, ese tranvía que no existe.

En el interior de El Nocturno los rostros permanecen grises y neutros, como somnolientos. Nada está ocurriendo: la arena en su memoria les cubre los ojos. Miran hacia la ventana y ésta les muestra lo que la ciudad fue algún día. Parece que avanzan, pero hace mucho que se detuvieron.

El coche se balancea, se contorsiona, se vuelve un ente vivo, doblado sobre su propio dolor. El gemido de los neumáticos se clava en los oídos de Barcelona. Van a chocar. David gira el volante en una dirección y en otra. Ve a los difuntos acercarse, los ve en las ventanillas, mirando hacia una lejanía que él no puede concebir. Luego cierra los ojos.

Se oye algo, algo que no es música ni motor ni ruedas: un susurro, un lamento, un quejido que se aleja.

Al volver a abrir los ojos, David sigue vivo. La calle está desierta. Sus amigos siguen ahí. Nadie dice nada. Apaga la música, pone primera y reanuda la marcha, ahora con lentitud.

Más tarde, el amanecer encuentra a David apoyado en el marco de su ventana, pero él no le devuelve la mirada porque sus ojos enfocan hacia el interior, hacia el espejo de los recuerdos. Lo que sus ojos ven es la imagen que le ha sobrevenido antes, cuando aún era de noche y los fantasmas existían y rondaban las calles a bordo de un tranvía. La imagen de una Barcelona anterior, de personas y edificios que hoy no son más que polvo y ceniza salvo para los obstinados recuerdos de quienes los amaron.

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